Hace días, en el trabajo, una compañera comentaba su próximo viaje de vacaciones a Turquía. El viaje, que era organizado, consistía en pasar unos días en Estambul y también en hacer un recorrido por la Capadocia. Otra compañera, que había hecho ya ese viaje, le dijo que sobre todo no se perdiera subir en globo para contemplar el amanecer en la Capadocia. Costaba 250 €, pero para ella fue lo mejor de todo el viaje. La otra compañera le contestó que sí, que no se lo perdería, que cuando estuvo en las cataratas de Iguazú, lo mejor fue el paseo en helicóptero. También fue caro, pero impresionante.
Poco después una amiga me contaba su reciente viaje a Noruega, y también me dijo que no pudo resistirse a la tentación de subirse en un helicóptero para dar una pasada de diez minutos, a precio de oro, sobre unos fiordos. El año anterior se había ido por Argentina, y se fue hasta la Patagonia para ver el famoso e impresionante glaciar del Perito Moreno.
Los occidentales hacemos estas y otras cosas extrañas. Coleccionamos ocho miles o nos vamos a la otra punta del planeta para hacer rafting por un río. No sé, se me ocurre que quizá, tras ese afán de ir en busca de lo extraordinario en lugares lejanos para disfrutar intensamente de la belleza de la naturaleza, estemos intentando de esa forma compensar nuestra incapacidad de percibir la belleza de lo ordinario, de lo sencillo, en nuestra vida cotidiana. Precisamente de percibir la belleza de lo ordinario, de lo sencillo, en nuestra vida cotidiana es de lo que va el haiku.
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